Es difícil controlar el fuego cuando
tu intención es incendiaria. Recuerdo como en los inicios de mi
formación mi primera maestra nos hablaba de un tercer ojo que
debíamos tener los actores. Se trataba de un concepto bastante
básico, -observa cuanto puedas y alimenta tu imaginario- pero que
calaba hondo. Para mí, pasear por mi ciudad era como visitar un
parque de atracciones para actores; sabías que en cualquier esquina
podrías encontrar una manera de caminar diferente, un tipo de chepa
o una expresión en el habla presumiblemente útil para un personaje.
Poco a poco esa parte del cerebro se va
ejercitando y requiere más y más material, y empieza a apropiarse
de las sensaciones de los buenos y de los malos momentos. Está
entrenada para ello, así que casi sin percatarte la dejas hacer su
trabajo.
Decía Vittorio Gassman que “el único
error de Dios fue no haber dotado al hombre de dos vidas: una para
ensayar y otra para actuar”, y es tan real que a veces te
encuentras en casa absorto en el movimiento de una mano o cocinando
mientras trabajas un texto. Se convierte en una rutina. Bebes teatro.
¿No roza lo neurótico?
El caso es que ves a actores mayores,
tanto consagrados como recién iniciados en el arte de la
interpretación, y reconoces en ellos el poso de experiencia. Más
allá de las tablas que tenga o la técnica, está ese poso de
experiencia de vida. En cierta manera, parece que les da todo igual,
parece que verdaderamente entienden el valor del juego. Son capaces
de manejar el fuego, de hacerlo estallar o crear la intimidad de una
pequeña llama. El joven fakir, al cumplir años, se pasa a
ilusionista.
No sé en qué momento de la vida
ocurre, ni siquiera si ese despertar consciente existe, pero sí creo
que a veces, aunque sea solo a veces, el teatro no debe ser tan
importante.
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